Educación en ciencias de la salud: la construcción de los objetos simbólicos de la medicina sin contenido humanístico
Dr. Guillermo Rubén Cubelli
- Médico Cirujano, Doctor en Salud Pública
- Docente Adscripto de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires
- Director de la Carrera de Instrumentación Quirúrgica de la Universidad Maimónides
- Profesor Titular de la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (UCES)
- Profesor Invitado del Centro Universitario del Sur, Universidad de Guadalajara, México.
La literatura universal ha sido teñida con temas médicos. Algunos títulos se han hecho populares a través del tiempo: “Sinuhé, el egipcio”, de Mika Waltari; “El Médico”, de Noah Gordon; el imperdible clásico de Thomas Browne: “La Religión del Médico”, publicado en 1642, entre otros. Es rica además la producción de ensayos sobre cuestiones de la medicina tomada desde otras disciplinas, a veces muy críticos, como los producidos por Illich o Foucault.
También existen, y son de interés para nuestro análisis, textos que reflejan la percepción que el paciente tiene acerca del equipo de salud. Quizá el más conocido sea el de Mario Testa, de 1993: “El hospital visto desde la cama del paciente”, en el que este reconocido sanitarista relata cómo vive las circunstancias de su internación a la espera de la colocación de un marcapasos definitivo. Allí menciona lo que ha sido para él la “larga, inquietante y temible noche hospitalaria”, con ruidos, voces, alarmas, la pérdida de la noción del tiempo. Cuando es abordado por profesionales “deduce” que son médicos, ya que ninguno lo mira ni le dirige la palabra. Vive la incertidumbre de lo que ocurrirá día tras día, se siente un pez, se lo despierta de madrugada para hacerse estudios. Todo alimenta una terrible sensación de indefensión.
Podríamos aducir que, al ser una experiencia personal, no permite conclusiones generales. Pero ¿Qué ocurre cuando esas mismas percepciones son llevadas al plano de la literatura en distintas épocas y escenarios? ¿No nos hablan acaso de una verdad arraigada en el colectivo?
En 1885 León Tolstoi (1828-1910) comienza la escritura de lo que estaba por llamarse “La muerte de un juez”, y termina siendo “La muerte de Iván Ilitch”(13). Este personaje es un joven funcionario judicial ruso que, mudarse a su nuevo departamento le gana la impaciencia, y se pone a hacer las decoraciones. Un día, mostrándole al tapicero cómo quería que colgasen las cortinas, sufre una caída de la escalera y se golpea “el costado” de un modo aparentemente inocuo. Pero, con el correr de los días, comienza a sentir síntomas que, lejos de mejorar o desaparecer, se van haciendo cada vez más pronunciados. Cuando decide al fin consultar al médico relata detalladamente sus percepciones como paciente.
Iván se encuentra con un profesional que actúa una comedia con un libreto rígido, tal como lo hace él en el tribunal. Las preguntas del paciente no hallan respuesta, el médico determina qué debe saber y qué no, ni siquiera aclara la duda de si su mal es grave. Al igual que Testa, el personaje de Tolstoi es objeto y no sujeto de la atención médica.
Esa fue la Rusia del siglo XVIII. Pero podemos indagar en la Europa del siglo XX, y hallar, en páginas de Julio Cortázar, publicadas póstumamente en sus “Papeles Inesperados” unos relatos muy ricos acerca de un paciente internado. En ellos, con puntos de contacto muy estrechos con los escritos antes mencionados, se hace hincapié en el tema del tiempo y las diferencias entre el que vive el padeciente y “el de ahí afuera”, cómo se ingresa a otra dimensión y se lo quita al enfermo de su ritmo habitual. Llega a preguntarse: “¿Acaso ese dolor hace que algunos tardemos en mejorar..?”
Cuando es visitado por el “séquito” de médicos recibe exactamente el mismo trato distante y anónimo que Ilicth y Testa, y también sufre la “imposibilidad de decirle al médico lo que era necesario decir…”
La lectura de estas obras dan, al ojo analítico, una idea de la percepción de los pacientes a través del tiempo y más allá del lugar, con respecto a la relación entre médico (siempre refiriéndonos a todo miembro del equipo de salud, aunque, es justo hacer la salvedad de que en ellos la imagen del personal de enfermería está muy por encima de la del médico) y paciente o, como diría el maestro Pedro Laín Entralgo, entre médico y enfermo, y entre éste y la institución de salud.
La pregunta que surge ahora, como preocupación, es, para no quedar en lo simplemente descriptivo, ¿por qué? ¿Qué hace que, a través de décadas por lo menos, se mantenga este tipo de relación, qué lleva a esta percepción por parte del paciente, quien debería ser el centro de atención, sujeto de la asistencia médica, y no simple objeto de esta?
Es nuestra hipótesis que la respuesta se halla en la formación del recurso humano en ciencias de la salud, y que el punto de quiebre del enfoque de la educación médica se produce fundamentalmente en el siglo XIX, cuando comienza la era de las etiologías con el avance de la microscopía, con Lister, Pasteur, Koch y se establecen las bases de la cadena epidemiológica: agente, huésped, medio.
A partir de allí es, en nuestra opinión, que comienza la formación “biologista” de las ciencias médicas y se dejan de lado los enfoques más humanísticos, limitados o no en sus concepciones, de siglos anteriores. El concepto de la enfermedad como entidad puramente biológica subyace en todo el proceso de educación, sin dejar de lado, por supuesto, esfuerzos disgregados por superar esta base epistemológica. Toda formación en ciencias de la salud comienza por la anatomía y la histología, para continuarse a través del resto de las ciencias básicas. Se construye a través del ser biológico todo el discurso médico.
El mismo, más adelante, pasará a expresarse en el único documento reconocido de la relación con el paciente: la historia clínica. La misma, para gozar de validez, deberá ser escrita en determinado orden, y reflejar las dolencias del paciente traducidas al idioma de la medicina, del modo en que deberá ser presentado en un pase de sala o ateneo.
El enfermo nos transmitirá la vivencia de lo que le ocurre, lo que ha sentido y lo que siente, sus dudas y angustias, lo que cada signo y síntoma es para él. El profesional de la salud lo transcribirá al lenguaje legal de la especialidad. Un paciente nos relata que ha sentido un dolor opresivo en el pecho, como si un elefante lo estuviese pisando, acompañado de angustia, de una sensación de que se estaba muriendo, lo que lo mantiene con un temor hasta entonces desconocido, más que por él, por sus seres queridos, angustiado por el presente y el futuro. En su historia clínica dirá: dolor precordial opresivo con sensación de muerte inminente. De la percepción del paciente no hay nada que pueda interesarnos como científicos.
Podríamos preguntarnos ¿significará lo mismo ese dolor para un sujeto cuyos padres y abuelos murieron en avanzada edad, por el desgaste biológico de sus parénquimas que para otro cuyo padre y abuelo fallecieron por cuadros coronarios a temprana edad? Dónde consignaremos esa percepción en la historia clínica… quizá simplemente como “antecedentes familiares de enfermedad coronaria”.
¿Estamos formando profesionales de la salud para asistir “pacientes”: los que padecen o “enfermos”: lo que nuestra ciencia y el objeto que construimos como enfermedad determinan que son? El punto a investigar es, entonces cómo construye la medicina sus objetos simbólicos, ya que sobre ellos se transforma a una persona en un profesional de la salud.
Nadie incorporó en la “currícula” de quienes asistieron a nuestros sufrientes de los textos el aprendizaje sobre habilidades no técnicas con las que desarrollar, entre otras cosas, una correcta conciencia de situación y generar la empatía que ninguno de los tres pudo encontrar.
Pero, como dijimos, la formación del equipo de salud tuvo como centro el cuerpo, el ser biológico, sobre el que construirá su objeto de estudio. ¿Y si la educación comenzara por la persona? ¿Y si devolviéramos las ciencias de la salud al área de las humanidades? ¿Aceptará alguna Universidad el desafío?
Una pregunta que hacemos a nuestros estudiantes es si, una vez graduados, serán científicos que atienen humanos, lo que los convertirá seguramente en excelentes técnicos; o serán humanistas que aplican una ciencia, y entonces serán excelentes profesionales de la salud, porque habrán retornado al humanismo, poniendo en el centro al hombre-humanidad, no sólo el cuerpo de un ser puramente biológico. Ningún “médico” en el sentido más amplio del término será un buen profesional si no es primero una buena persona y, después, un humanista. Éste es el único que no podrá ser reemplazado jamás por un ordenador o un robot.
En los textos que analizamos ¿cuál es el lugar del paciente? ¿Está en el centro de la atención, o la institución de consulta o internación se pone ella misma en el centro y el paciente es quien debe adaptarse a sus necesidades? Y, entonces, los horarios de estudios, visita, limpieza, las necesidades del personal, todo será prioritario con respecto a aquello que el paciente requiere y que no siempre demanda. Incluso esa brevedad del horario de visita, que es recalcado por Cortázar, y tan dispar, en nuestro medio, entre lo público y lo privado. Lo cómodo para la institución no contempla lo que ese lapso es para el paciente y su evolución. Los estudios que abordan este tema reflejan lo insuficiente de los horarios de visita en la percepción de pacientes y familiares, como ejemplo, el de Venuti y col. a familiares de pacientes internados en unidades de cuidados críticos.
¿Y la educación en ciencias de la salud qué pone en el centro: lo humano en todas sus dimensiones, las herramientas de la ciencia o el cuerpo biológico que, si bien es también obviamente humano, es sólo una parte del ser? Ya hemos visto, a través de por dónde comienza ese conocimiento, y de cómo se va conformando el discurso de la medicina, que “lo humano” como totalidad está dejado de lado, y el centro es la ciencia misma y su relación con el cuerpo biológico.
El paciente pasa a ser un “enfermo”, y es objeto de nuestra ciencia, cuando en realidad, debe ser sujeto de la misma, como Lacan afirmara en “La ciencia y la verdad”, con su sentencia de que el humano es siempre sujeto de la ciencia.
Cómo podremos superar esta instancia: consideramos que un punto muy importante es modificar las “currículas” de las ciencias de salud, comenzando su estudio por los contenidos humanísticos, en cantidad suficiente de horas y densidad didáctica como para formar en los mismos, y no solamente informar someramente, y continuando con la capacitación en factores humanos, abordando temas que en general no están presentes, como habilidades no técnicas, alerta situacional, toma de decisiones, liderazgo y trabajo en equipo y otros, que permitan poner en práctica con mayor eficacia la capacitación humanística.